El Concilio de Trento, basándose en Ef 5,22-32, enseña que el matrimonio es un sacramento, y por tanto confiere la gracia. Esta gracia tiene un triple efecto: el perfeccionamiento del amor natural, la confirmación de la indisolubilidad y la santificación de los cónyuges. Esta doctrina la recoge el Vaticano II cuando dice: «el Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad» (GS 48). También el Catecismo (CEC 1641) presenta esta triple dimensión de la gracia matrimonial.
1. El perfeccionamiento del amor humano

Sin la gracia de Cristo, es claro que el hombre y la mujer «históricos» no podemos vivir nuestro matrimonio como una comunidad de vida y amor, como «una sola carne» y abierta al don de la vida. Y es el sacramento, como signo eficaz de la gracia, el que sana esta incapacidad. La sexualidad, en efecto, como todo lo humano, tiene necesidad de ser sanada por Cristo.
Mencionar la caridad significa que el amor conyugal es perfeccionado desde el interior, en su razón de amor. De todos modos, la caridad no sustituye al amor conyugal, sino que lo perfecciona. Los cónyuges cristianos no perdemos el amor conyugal, con todas las características que lo definen, para recibir en sustitución la caridad: ésta lo perfecciona sin destruirlo en sus valores auténticamente humanos; le confiere, sin embargo, una nueva medida –la del amor de Cristo a la Iglesia– y mayor fuerza operativa, la que deriva de la caridad hacia Dios.
El amor conyugal es asumido en el amor divino y resulta radicalmente perfeccionado. De este modo, insertado en el amor perfecto de Cristo a la Iglesia, el amor conyugal llega a su perfección y a la plenitud a la que está ordenado interiormente, con toda su riqueza humana. La caridad conyugal aparece así como la perfección o plenitud del amor humano.
2. El vínculo conyugal cristiano

En efecto, Cristo introduce nuestro amor conyugal en su propio amor, que es el Espíritu Santo que une al Padre y al Hijo. Cristo nos hace así partícipes de su propio amor, el Espíritu Santo, y lo hace en cuanto persona comunión. El Espíritu Santo nos es dado a los esposos en su ser el vínculo de amor del Padre y el Hijo, como testimonio de la unidad de amor en la Trinidad.
El mismo Espíritu Santo que sella el vínculo indisoluble de la nueva Alianza de Cristo y la Iglesia, es el vínculo trinitario que une al matrimonio en el misterio sacramental de la Iglesia, por eso el matrimonio sacramental rato y consumado es absolutamente indisoluble: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).
Consiguientemente, la elevación a sacramento confiere al vínculo conyugal una solidez tal que, una vez consumado el matrimonio, no puede ser disuelto nunca, por ningún motivo y por ninguna autoridad hasta la muerte de uno de los cónyuges. Ésta es la doctrina católica enseñada con suma claridad por Pío XI en la encíclica Casti connubii, 35. A continuación explica la razón última de una indisolubilidad tan fuerte, que el matrimonio se ha convertido en signo de la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia (n. 36).
En la teología, desde Santo Tomás, se habla del vínculo como “res et sacramentum” : res (=“cosa”) en cuanto efecto causado por el signo del consentimiento; sacramentum porque a través suyo se produce y se significa el efecto último, que es la gracia sacramental. El concepto de “res et sacramentum” nos dice que en cierto modo la gracia nos llega a los esposos a través del vínculo conyugal cristiano.
3. La santificación de los cónyuges
La inserción de la unión conyugal en el misterio de la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia nos sumerge a los esposos en la fuente de la gracia.

El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de los esposos. Pero lo es «como sacramento de la mutua santificación» (FC 11). Lo que quiere decir fundamentalmente que:
a) el sacramento del matrimonio nos concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo;
b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia.
No debemos olvidar que «el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella… para santificada (Ef 5,25-26)”» (MD 6). Por eso, dado que el sacramento del matrimonio nos hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y nos convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, nuestro amor y nuestras relaciones mutuas como esposos son en sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial. La santificación del otro cónyuge, desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.
De este modo, en nuestra vida conyugal, los esposos participamos por la caridad conyugal de la vida y santidad de Dios, y estamos llamados a vivirla plenamente en la santidad conyugal. Ahora bien, esta santidad conyugal viene especificada por el sacramento y se traduce concretamente para nosotros los esposos en las realidades propias de nuestra existencia conyugal y familiar: la convivencia conyugal, el amor mutuo, el cuidado de los hijos, el trabajo dentro y fuera de casa.
Dimensiones Pastorales,Vocación al matrimonio by Ramon Acosta Peso - Master CC Matrimonio y Familia - 3 hijas
No hay comentarios:
Publicar un comentario